DOLORS
ALBEROLA
(Jerez
de la Frontera-España)
TORSO ANÓNIMO
Se
parecía a ti aquel torso tumbado
entre
las aspidistras y los pies de los sauces.
Aquel
invierno todo, se parecía a ti,
hasta
la lluvia aquella enramándose lenta
por
las lentas riberas de los charcos.
Aquel
invierno todo tenía tu textura,
los
mármoles, las bellas vasijas ya deshechas,
los
resecos laureles coronando
las
ilustres cabezas y los pozos.
Todo
iba anunciándote,
como
una lenta calle
que
va alzando sus casas, sus balcones,
sus
atrios ateridos. Las colmenas
dejaban
escapar abejas con tus ojos,
repletas
sus mil patas de miel, de tus inciertos
labios
que eran de cera. De todo aquello iba
elevándose
el cuerpo,
desnaciendo
la nada de tu sombra,
envolviéndose
el tiempo.
Se
parecía a ti, aunque desnudo, era
la
misma forma altísima
de
llevar tú la ropa, la misma piedra blanca
de
dibujar tu gesto,
la
misma arboladura de tus piernas,
el
mismo pedestal de tu sonrisa. Acaso
sólo
fuera distinta la inscripción
que,
ya medio borrada, parecía
querer
gritar tu nombre
entre
aquellas arcadas de piedras inclinándose
hacia
aquel corredor de columnas, de losas,
rectangulares
losas
que
se alzaban
apenas
sin poder, recortadas por esas
manos
que tiene el tiempo,
por
esas uñas secas de los siglos
que
las viene arañando en su textura.
Yo
me hubiera sentado delante de aquel torso,
me
hubiera perpetuado en la delgada
sensación
que se iba clavando en mi costado,
me
hubiera detenido para siempre en su piedra,
pensando
que, ya siempre, estaría en la tuya,
pensando
que, ya siempre, me quedaría en ti,
pensando
que, ya siempre, se detendrían todos
los
calendarios, siempre, los vientos detenidos,
siempre
la misma lluvia hiriéndose en tu espalda,
cortándose
en tu espalda,
muriéndose
en tu espalda.
Aquel
torso tenía,
la
fuerza inmemorable de todo un coliseo,
el
salvaje jadeo del león,
el
quejido del público, ya muerto,
que
llenaba las gradas.
Aquel,
tu torso, el mismo
que
ahora veo cruzar mi memoria y la niebla.
INFANCIA
Llena
de barcas ibas y de arena desnuda entre tus pechos,
ante
tu voz los saltos, las alegres mañanas de andar por escondites,
la
luz de las pavesas, al tomar en tus manos las incógnitas,
la
sensación abierta de las sílabas,
el
no tener más fin que renacer, para gritar de pronto.
La
conciencia, como un papel en blanco, un palimpsesto
en
el que nada escrito podía deshacerse.
Y
llena de violetas y en tus palmas las olas remozando
la
mar a cada instante. El pelo desconchado en los abriles,
llena
de sed la boca y en el vientre
la
rosa todavía. Colma de risa entonces, cuajada de gorriones,
te
veía venir, te veo ahora, te reconozco, palpo
la
verdad infinita de unos cuántos días que ya el tiempo
ha
vestido de gris en las miradas
REGRESO DE SODOMA
Como
el perro que gime al contemplar al amo
y
ladea la cola y husmea en la vertiente;
como
el perro que sabe que está escondido el hueso
y
escarba, escarba, escarba en el pasado,
intentando
mirar hacia las cosas
que
ya no tienen fechas.
Lo
mismo que ese perro
que
se muere de frío en un camino
y
los hombres suceden y lo miran,
pero
no ven el daño. Lo mismo que ese can,
veo
pasar la muerte, es una niña
que
viene de Sodoma, como si aún tuviera
una
antorcha encendida; la ciudad
tiene
ya un nuevo nombre y otras casas
que
se vienen cayendo como antaño.
Lo
mismo que el lebrel
que
persigue a la niña y va lamiendo
esa
mano pequeña capaz de reventarlo,
lo
mismo que esa fiera reducida,
que
ese torpe animal, ya sin memoria,
que
ese que fuera lobo y ahora, dócil,
se
tumba sin comer y mira, miro,
y
la muerte, la niña,
me
tiende una sonrisa mientras palpa
mi
testuz con la mano que pudiera ser de ángel.
La
muerte, esa chiquilla que aún viene de Sodoma
como
si nunca el dios quisiera perdonarnos.
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