ARIEL GIACARDI
(Porteña-Córdoba)
A
VECES NO ALCANZA
Argentina, marzo de 1976
Yo
recuerdo una muerte igualitaria,
una
muerte de sálvese quien pueda,
una
muerte de bomba por las dudas,
para
echarte de menos.
Yo
recuerdo los días maniatados
cuando
cada noticia era un derrumbe
y
andaba la sospecha merodeando
en
todas las esquinas, como un perro,
y
la patria sangraba por los ojos
y
por los sindicatos, por los sótanos
y
llovían esquirlas y consignas
y
llovían los muertos
y
no era napalm pero dolía
porque
a veces no alcanza la inocencia
ni
quedarse en la orilla
ni
aducir el silencio;
la
inquietud anunciaba sus trincheras
y
mi madre decía subversivo
como
quien dice es mi
última palabra
o no tiene remedio.
Y
es obvio que en alguna desmemoria
se
nos perdió una gota de semántica
ya
que tampoco entonces me explicaron
por
qué la subversión era una alquimia,
una
reacción tan poco convincente,
una
bala en la frente de tu miedo;
aunque
de todos modos, nadie tuvo
tiempo
siquiera para ser explícito,
para
darme una pista, un cabo suelto.
Menos
mal que a las pocas disidencias
llegaron
los profetas del exilio
con
sus hachas de fuego
y
dieron otro nombre al holocausto
y
amputaron un brazo a la justicia
(por
supuesto el izquierdo)
y
con un habeas corpus se limpiaron
la
suela de sus botas, menos mal,
menos
mal que vinieron,
así
la subversión y su vergüenza
se
fueron yendo, entre otras acepciones,
de
la mano de otros ultraísmos
y
ahora no sabemos
en
qué estallido terminó el espanto
y
en qué tortura comenzó el infierno.
GOLPE
A GOLPE
Argentina,
siempre
La
democracia es una
de
esas mujeres tristes
por
quien nadie moriría de amor
o
de otros contratiempos.
No
sé de cuál suplicio trae la insignia
de
una sal derrotada en las caderas
y
esa mueca sin pautas
-que
preexiste a los golpes de naufragio-
de
quien ha puesto a salvo su secreto.
Es
verdad, no es hermosa, ya no tiene
las
sienes aplaudidas, ya no lleva
silabarios
de luna en la cintura
ni
un proverbio de lluvia en los cabellos.
Sin
embargo, señor, no merecía
que
un soplo de fusil la derribara,
que
el musgo corrosivo de la historia
propagara
el dolor sobre su pecho.
Usted
sabe, sin duda, que es tan frágil
que
el rocío tocaba sus mejillas
apenas
con la punta de los dedos;
su
corazón cabía en este puño
y
transeúntes brevemente alados
lo
recorrían como a media tinta,
en
bemoles de gris, por no romperlo.
Usted
sabe qué amargas proscripciones
son
los sueños tullidos,
las
crónicas intactas
y
sabe que no es bueno para nadie
despertarse
de facto y sin refugio,
despertarse
en la mira o en el cepo.
Es
verdad que llevaba algún fracaso
colgado
en sus enaguas amarillas
y
que podía sostener apenas
el
peso repetido de sus muertos.
Pero
no merecía los presidios
que
asediaron sus noches andrajosas
con
cerrojos inútiles
en
las puertas del miedo.
No
merecía siete calendarios
de
masticar resecos ostracismos,
de
apuntalar el muro de los días
con
dos o tres gorriones de emergencia,
con
rodajas de sal sin elemento.
Usted
sabe mucho mejor que yo,
de
sus largos insomnios, del agravio
que
trepó hasta sus muslos indefensos.
Usted
sabe, señor, que golpe a golpe,
se
nos irá una tarde, malherida,
torturada,
inocente, melancólica
por
las grietas oscuras del silencio.
EL
LLANTO CLANDESTINO
Se
vistió, demorado en el silencio
para
no despertarla. Y era lunes.
El
olor de sus manos (las de ella)
sagrado
y habitual en la camisa;
El
café lo esperaba desde anoche
cuando
ella dio su nombre a la ternura
y
él le dijo te quiero, como siempre,
y
le dejó un gorrión en la mejilla.
Se
puso la corbata de memoria,
se
refugió en su traje sin pensarlo,
y
después sonrió frente al espejo
y
se marchó a las seis. Ya era de día.
Con
la fatiga de perfil, anduvo
doce
horas latiendo por costumbre
y
los preludios fijos de la noche
lo
vieron regresando. No quería.
Al
llegar puso el corazón en guardia
y
se internó, de a poco, en los rituales;
cómo
estás, yo también te eché de menos,
qué
suerte que te tengo, ni lo digas.
Y
a la hora de amar, pausadamente,
sobre
su cuerpo oceánico (el de ella)
tendió
rendidas rosas como labios
y
ráfagas de sal como caricias.
Encendió
un cigarrillo cuando aún
iba
la piel temblando de tibieza
y
vio sus ojos (los de él) danzando
con
la luna detrás de las cortinas.
Entonces,
apoyó sobre la almohada
la
urgencia de su llanto clandestino
y
ella le dijo: ¿sabes? te amo tanto
y
él dijo: yo también. Pero mentía.
BUENISIMOS ARIEL
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